“Dedicado a la memoria
de Florencio, gran conductor e insustituible amigo”.
Aún es temprano, todavía hay oscuridad fuera, se escuchan unas
suaves pisadas sobre la madera del suelo, lentamente se entreabre la puerta de
la habitación y la luz del pasillo avanza poco a poco hasta la ventana donde
las estrellas de colores bordadas en la cortina quieren como recordar que aún es
hora de dormir. Tras esa claridad que poco a poco invade la estancia suena una
voz que dice:
-Alba cariño, ¿estas despierta?.
Alba hace un rato que ha despertado, aunque permanece
acurrucada bajo la ropa abrazando a Mushu, su oso de peluche, hoy es un día muy
importante y por nada del mundo querría quedarse dormida.
-Si mama.
-Levántate cariño que hay que vestirse.
Alba se levanta tras encender mamá la luz de la habitación,
deja a Mushu vigilando la cama mientras ella cambiaba su camisón por la muda
que se va a poner, recién llegada calentita de junto a la cocina de hierro.
Tras terminar de vestirse y una vez hecha la cama se dirigen
a la cocina donde papa aún medio dormita sobre una taza de café.
Termina de despertarse cuando ellas dos entran y sienta a la
niña sobre sus rodillas.
-¿Hola cielo, que tal estás?
-Muy bien papa, sonríe Alba.
-¿Sabes que hoy es un día muy importante verdad?
-Si -asiente ella-.
-¿Y por que podría
ser?.
-Hoy es mi cumple.
-Así es. ¿y que desearías como regalo en un día como hoy?.
-Ya lo sabes, quiero ver el mar.
Alba sueña con ver el mar, aún es muy pequeña y como viven
en un pueblecito del interior hasta el momento nunca han hecho ese viaje con ella, aunque
papa y mama si lo han visto en otras ocasiones y le cuentan a ella tantas cosas
que decidió que en el día de su cumpleaños quería ver aquella gran cantidad de
agua que según dicen no tiene fin.
En este momento irrumpe corriendo Leo, el pequeño cachorro
de mirada alegre, y posa sus patitas delanteras de pelo blanco, que parecen
calcetines en contraste con el color oscuro del resto de su cuerpo, sobre las
piernas de Alba, como esperando una invitación para jugar. Ella le acaricia
suavemente la cabeza y luego tomándola ente sus manos se acerca y le dice:
-¡Leo, me voy a ver el mar!.
El perrillo parece comprender y mueve el rabo alegremente en
señal de asentimiento, posa sus cuatro extremidades en el suelo y comienza a
husmear en círculos en busca de alguna pieza imaginaria hasta que, tras un rato
de actividad, se sienta a esperar acontecimientos.
Terminan de desayunar mientras las primeras luces del día
pugnan aún por ahuyentar a las tinieblas, luego es el momento de terminar de
vestirse y preparar todo lo necesario para el viaje.
Que guapos están los tres piensa Alba, como de domingo, mamá
con su pelo rubio alborotado y con aquellos bonitos ojos azules que ella ha
heredado y con aquel precioso vestido de color, papa con su ropa tan informal
siempre y con ese peinado imposible en el que destacaban cada vez más las
hebras de plata que caprichosas surgen entre su pelo negro, y ella con aquel
conjunto que tanto le había gustado y que hoy por fin estrena.
Cogen lo necesario y salen de casa escoltados por Leo que
los acompaña hasta el rellano, en ese momento Alba se vuelve y le dice:
-Leo, tienes que quedarte.
Él, como para indicar que ha entendido se tumba en el suelo
y cruza la pata delantera derecha sobre la izquierda, descansando su cabeza
sobre ellas y observando como aquellas personas a las que tanto quiere se alejan.
Ya hay una cierta claridad y recorren sin dificultad la
escasa distancia que hay hasta el pueblo, los acompaña el sonido de las esquilas
del ganado de las vaquerías próximas que comienza a desperezarse. En cuando
llegan al campo que está junto a la capilla divisan la silueta del autobús
pintado en alegres colores que por la semana lleva a los niños al colegio y que
en vacaciones y fines de semana hace la línea con la ciudad. Junto a el está
Plácido, el conductor, un joven del pueblo que guía con cariño y maestría ese
vehículo. Plácido tiene una hija, María, que es la mejor amiga de Alba y
ambas juegan juntas a diario corriendo
por las calles del pueblo, en el columpio que habían hecho en una huerta
cercana, o en la cabaña que mama, papa y Plácido y su mujer les han construido.
Se suben los cuatro en el vehículo que aún se nota un poco
frío por haber pasado la noche al raso. Plácido acciona suavemente el contacto
y el autobús sin dudarlo se pone en marcha con su habitual sonoridad.
Salen a la carretera principal. El paisaje conocido de las
inmediaciones aparece desdibujado tras el vaho que se formaba en los cristales
por el contraste entre el frío de la madrugada y el calor y respiración de los
cuerpos. Poco a poco la montaña va dejando paso a la ribera, la ruta antes
recta se va convirtiendo en una línea serpenteante sin fin para adaptarse al
terreno cada vez más pendiente, los prados ceden su protagonismo a las viñas,
aquellas que sobre paredes parecen desafiar al abismo inmediato que se abre, y a
lo largo del fondo de cual discurre un aparentemente tranquilo río, el mismo
que no hace mucho se llevó en una noche de lluvia y enfado el puente. Ahora
cruzan el nuevo, construido a escasos metros del anterior pero más alto, a
partir de este punto la carretera asciende de nuevo obligando al autobús a
sacar lo mejor de si para cumplir su cometido.
Alba mira embelesada como se transforma todo a su alrededor
y como el nuevo día descubre, luego de dejar atrás los viñedos, nuevos paisajes,
esta vez laderas escarpadas de árboles antiguos y venerables como los castaños
y los robles que pese a su edad mantienen aún su vigor y orgullo. Que agradable
es estar bajo su sombra en las cálidas tardes de verano cuando los mayores se sientan
para contar historias o dormitar en tanto los niños juegan a que aquellos son
sus castillos y palacios, a esconderse o simplemente a tumbarse sobre la hierba
contemplando el cielo azul que se entrevé a través de las ramas y las hojas.
En muchas paradas el vehículo se detiene para coger viajeros,
Plácido se baja y los ayuda amablemente a colocar su equipaje o los productos que llevan en los
compartimentos donde deben de ir, muchos de ellos hacen aquel viaje casi a
diario, le conocen y le agradecen aquel gesto tratándolo como un vecino más al
que le preguntan que tal le van las cosas o como está su familia, Plácido que
considera lo que hace como una vocación más que como un trabajo sonríe y
corresponde a esa gratitud con palabras calidas y cotidianas, aunque claro sin
detenerse demasiado pues hay que cumplir un horario.
Los asientos antes vacíos van llenándose poco a poco de gente muy
diversa: una señora que va a la plaza a vender productos del campo como huevos
o verduras, un sacerdote anciano y menudo de los de antes, con larga sotana
negra y una cartera de piel en el regazo, dos o tres jóvenes con pinta
estudiantes que apuran aún el ultimo sueño antes de algún examen de ingreso o
de recuperación, una chica que acompaña a una señora más mayor que a buen
seguro será su madre por el parecido que hay entre ambas, y que probablemente
se dirigen a hacer unas compras o de visita, y tres señores con sus varas con
pinta de tratantes, que con toda seguridad se bajarán en alguna feria cercana para
comprar o vender ganado, el cual antes como alguna vez cuenta Plácido viajaba
en la parte de atrás de los autobuses denominados mixtos, en tanto que los
pasajeros lo hacían en la parte delantera o incluso en bancos situados sobre el
techo.
Alba está impaciente, observa tras superar cada curva si se
divisan los tejados de la ciudad. Durante un buen rato los bosques van dejando
paso a zonas más amplias y mejor cultivadas con
grupos de casas cada vez mayores y que se suceden mas frecuentemente,
por fin tras llegar al borde de una pequeña meseta se contempla a lo lejos una masa
informe de construcciones en las inmediaciones de un valle. Dentro de poco
tiempo se alcanzará el final de la primera etapa. Descienden pausadamente por
carreteras de mejores prestaciones y con más tráfico. Ahora el paisaje natural
se va transformando en grandes moles llenas de ventanas de toda forma y color
imaginable, la vegetación deja paso a otro tipo de cobertura grúas, farolas,
semáforos..., así como calles en todas
direcciones, curiosas plazas redondas en las que los coches se divierten dando
vueltas, un puente enorme que cruza el río y desde e cual se puede ver que lo
acompañan otros muchos aguas arriba y abajo como si fuesen una manada de seres
fabulosos, un “edificio” muy grande que mama dice que es “la estación de tren”
sin aclarar de momento para que puede servir una caja tan grande, y por último,
al final de una calle muy larga, otro aunque más pequeño en torno a la que se
arremolinan multitud de transportes como el de Plácido, como si fuesen crías a
las que está amamantando. Esta parece ser “la estación de autobuses”.
Situándose en el único sitio vacante bajo del edificio el vehículo
exhausto tras el largo esfuerzo se
detiene, Plácido abre las puertas y Alba, mama y papa junto al resto de
viajeros lo abandonan despidiéndose hasta la vuelta.
El ambiente fuera es de una gran algarabía, multitud de
personas esperando, en movimiento, sonidos que anuncian llegadas y partidas,
abrazos en los encuentros lágrimas en las despedidas y todo ello entre ese
bosque de troncos grises sin ramas que se elevan sujetando un cielo oscuro
plagado de luces artificiales.
Alba se dirige con sus padres hacia un nuevo transporte más
grande y nuevo que el de Plácido y se ponen al final de una pequeña cola para
acceder a él.
La gente se acomoda poco a poco en los asientos, Alba ocupa
el suyo próximo a la ventanilla mientras mama lo hace a su lado, y papa en el
de atrás.
Abandonan la ciudad entre un torrente de tráfico incesante
que se apretuja para entrar o salir, lo que obliga a circular como hormiguitas
unas detrás de otras a paso muy lento. A una cierta distancia las poblaciones
se van haciendo cada vez menos frecuentes y el monte va cobrando protagonismo;
grandes extensiones sin apenas vegetación ni arbolado, inmensos páramos donde
parece no querer asentarse vida alguna, es un lugar desolado y triste al que
alguien parece haberse olvidado de insuflarle alguna virtud que lo haga
apetecible para instalarse. Descomunales montes de cumbres redondeadas se
suceden separados por hondonadas no menos impresionantes, solo la carretera
parece querer atestiguar únicamente el interés de las personas por transitar
rápidamente por tal paraje. Alba en este momento, ante tales imágenes y debido
al cansancio de haber madrugado entrecierra sus ojos imaginando lugares lejanos
más alegres.
Mas adelante el terreno comienza a descender y poco a poco
resurge de nuevo la vida y los asentamientos humanos se van intercalando entre las tierras de
labor y las zonas de bosque en este caso de especies extrañas, altas y muy
numerosas, mama dice algo acerca de eucalipto, quizá sea el nombre de esa rara
especie que poco o nada tienen que ver con los robledales y las zonas de castaños
que por la mañana dejaron atrás y que aquí parecen no haber existido nunca.
Alba observa este extraño bosque con
apatía, sin ganas de querer jugar o de sentarse a escuchar relatos bajo sus
copas.
Las poblaciones van aumentando de tamaño al tiempo que
disminuye el espacio que las separa, hasta que al final parecen haberse unido
formando una nueva ciudad. El autobús la rodea por su parte exterior y continua
camino por zonas muy llanas con multitud de casas dispersas.
Alba intuye que el destino al que se dirigen esta cerca,
pero no se atreve a preguntar, no quiere que se desvanezca esa ilusión tan
grande que tiene y que ha ido tejiendo en los días previos.
Nuevamente el entorno cambia, cada vez hay mas zonas abiertas
los bosques desaparecen y de nuevo aparecen las zonas de viña, estas, a
diferencia de las anteriores, en parcelas con poca pendiente y muy extensas, mientras
que allí al fondo se vislumbra algo nuevo que no se veía hasta el momento, brillante y extenso, pero aún no totalmente
nítido por la distancia.
¿Será por fin eso el mar?- se pregunta Alba, mientras
aprieta involuntariamente la mano de mama con la suya.
El autobús se acerca a la costa. Un poco antes, tras las
dunas hay una zona de estacionamiento donde se detiene y permite que sus viajeros
desciendan.
Alba está tremendamente emocionada, papa y mama sonríen
mientras la toman da la mano y caminan juntos sobre el paseo de madera.
¡Vaya!, así que esto es. ¡Cuanta agua!.
Alba camina ahora sobre la arena con dificultad, es una
superficie inestable en la que se tienden a enterrar sus pies y a la que no
está acostumbrada. Junto con mama se dirige a unas pequeñas construcciones que hay en la playa a ponerse su bañador.
Algo más tarde, el último reto aún sigue ahí, sentada sobre
su toalla Alba mira el movimiento de las olas como ponderando el acercarse o no
a ellas. Curiosidad y temor comparten sus pensamientos en este momento, aunque
al final se pone en pie decidida a enfrentarse a aquello que tantas ganas tiene
de conocer.
Cogida de una mano de papa y de otra de mama se dirigen
hacia donde las ondas terminan su camino y parecen desaparecer bajo la lisa y
suave superficie. Los pies tocan por primera vez el agua que parece bastante
fría y da gana de volverse atrás.
Pero no, cuanto mas
se internan y mas avanza el nivel del agua más a gusto se siente Alba que ahora
ya juega saltando las ondas como si este fuese su medio de siempre.
Es feliz y dichosa por haber cumplido su sueño.
La tarde avanza y el sol desciende poco a poco camino del
ocaso, los tonos azules del cielo se van volviendo anaranjados conforme el
astro rey se oculta. A cierta distancia sobre unas rocas, se enciende una luz
que gira sobre una edificación muy alta. Mama dice que es un faro, para guiar a
los barcos en la noche.
Alba en su interior desea poder vivir algún día en uno, tan
cerca de este nuevo mundo que acaba de descubrir, poder pasear por la playa, jugar
con las olas y correr junto a Leo mientras el agua acaricia sus pies,
contemplar la salida y la puesta del sol mientras saluda a lejanos buques que
recorren el horizonte.
Es momento de partir, tan solo una lejana y lánguida
claridad permanece iluminando momentáneamente
la costa mientras se recogen personas y enseres
y se inicia el camino de vuelta.
Alba esta cansada pero contenta, ahora a través del cristal no se divisa más
que lo que iluminan los vehículos que pasan o las farolas de las distintas
poblaciones que atraviesan y que parecen tan distintas a como eran por el día,
el tiempo parece ralentizarse fuera cubierto por el manto de la noche, pero en
los ojos de Alba todavía permanecen los reflejos solares sobre el agua, en sus
oídos ese rumor constante y maravilloso cuando rompe sobre las rocas y en su
boca el sabor a sal que ya nunca
olvidará.
El viaje termina, así como terminó el día, llegan por fin a
la estación de autobuses, Alba mira al cielo donde destacan dos cuerpos
brillantes, según mama dice son Júpiter y Venus que interpretan una hermosa
danza en la bóveda celeste, mientras que la Luna hermosa y brillante los contempla.
¡Hay tantas cosas increíbles por conocer y descubrir!-piensa
Alba- Hoy es el mar y quizá mañana puedan ser las estrellas.
Vuelve la vista hacia la zona donde están estacionados los
vehículos y allí descubre que Plácido les espera de nuevo para llevarlos de
vuelta a casa.
Tenro... os teus relatos brillan cunha sensibilidade especial que di moito de quen escribe, neste caso e con coñecemento de causa, levas a amistade o máis alto dos sentimentos. Grazas.
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