A day in the sea, far away from home a little island is in the horizon.

Land to discover. Place with a small number of habitants but who is waiting for new visitors every day.

Breathe the clean air in the beach, see the blue sky over you head, walk slowly to the lighthouse, and there, take a book in the library and enjoy the moment of calm near the sea.

A beautiful sunset when the day is over is the best gift for the traveler, Alba Island is now in you for ever.

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A procura dun lugar refuxio onde soñar, desconectar… albiscamos unha illa branca e refulxente como a aurora. É a nosa Illa Alba, hai outras illas, algunha do mesmo nome, todas elas custodian segredos e artellan historias.

Lugar encantado que agarda despois de longa travesía. Percorremos ducias de millas imaxinarias antes de chegar, as rachas de forte vento fixéronnos varar na praia. As ondas seguían chegando a area, moldeando os nosos corpos para fundilos e convertelos nun elemento máis.

Bancos de néboa cubrían a superficie. O faro presidía dende o cumio a escea proxectando a súa brilante luz. A súa presenza espertou en nós a curiosidade e a necesidade de calor. Camiñamos cara a construción milenaria que guiaba os nosos pasos para ofrecernos o que imos compartir.

Aquí facemos mención de algúns dos libros que alí foron deixando os seus habitantes, de variada procedencia. Tamén o escrito polas persoas que moraron ou pasaron pola illa para logo seguir outro rumbo. Se chega algunha botella ou pomba con mensaxe nós arquivámolo na biblioteca da Illa dos Sentimentos, Alba.

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Luz de esperanza.


Nacer  durante los años de la posguerra española, marca mucho, y más si esto sucede en una pequeña y remota aldea del noroeste de España, aventurando una vida no exenta de dificultades, como fue el caso. En aquella época O Picouto era ya, como lo es hoy, tan solo un reducido grupo de construcciones de piedra muy antiguas y bastante destartaladas, situadas sobre un alto promontorio muy próximo al mar. Al este del anterior, a menor altura y bastante más resguardada estaba la villa, marinera de vocación y celosa de todo aquello que no fuese lo encerrado entre sus muros.

Ella vino al mundo, tal como se comentó, en un pequeño asentamiento de los muchos que había en el contorno, cuyos moradores vivían de arañar el sustento a una tierra, en zonas que de tan batidas por los elementos, que apenas producía nada. Sus padres eran los caseros de una familia de abogados  de la zona que ahora residían en Madrid, y que gentilmente cedían, previo pago anual, las peores parcelas a  gente que no contaba con ellas en propiedad para que las trabajaran. Así, Antonio y Candela comenzaron una vida juntos, sin nada, y todo se volvía esfuerzo en tratar de mantener en marcha una precaria economía en el hogar, que unía a la labor de los terrenos lo que se pudiese obtener de una vaca, unas cuantas ovejas y no más de media docena de gallinas. La niña pues, a falta de pan bajo el brazo, si supuso felicidad e ilusión para sus progenitores. Unos pocos años después, cuando contaba con cuatro de edad, tuvo que ver partir a su padre a la mar, obligado por las muchas deudas que comenzaban a convertirse en crónicas, pues el año era muy largo para afrontarlo con tan escasos medios. Quiso la fatalidad, y también un cruel e inoportuno temporal, que tanto el abnegado padre como sus compañeros jamás retornasen a puerto. Poco más se encontró de ellos que algunos maderos y pertrechos de su buque. A partir de ese momento todo rastro de alegría desapareció de la vieja casa de O Picouto, y Candela se convirtió en una sombra vestida de luto eterno que vagaba por la casa llorando por la aciaga suerte que había hecho que perdiese para siempre a su compañero. Fueron tiempos duros, ahora como única cabeza de familia tuvo que ponerse a servir en casas de la villa, haciendo los trabajos domésticos más duros y penosos que nadie quería, como lavar la ropa o transportar leña y carbón, en tanto la niña atendía como podía la casa y los animales, con lo cual, no pudo acudir demasiado tiempo a la escuela, a donde además tenía que ir caminando cuesta abajo varios quilómetros por empinados caminos, normalmente anegados y embarrados por las frecuentes lluvias. Con todo, en vez de abrumarse por todo aquello que le sucedía, la pequeña, poco a poco fue desarrollando una personalidad independiente e inconformista, y, que aún siendo consciente de las grandes limitaciones de su vida diaria, le permitía soñar con poder salir de allí y llevar una vida mejor, sin asumir como inevitable y definitivo aquello que el destino parecía haberle deparado. Cuando tuvo más edad, y su madre, rendida ya por años de duros trabajos mal remunerados y peor agradecidos, tuvo que dejar de trabajar en la villa, decidió buscar ella un empleo allí, aunque no era fácil que nadie quisiera o necesitase para nada a una adolescente aún. Una de las pocas conocidas de su madre, la señora Delfina, que regentaba una tienda de comestibles en el puerto, la tomo bajo su protección para que le ayudase a hacer recados y descargar y colocar las mercancías y productos que llegaban de la ciudad y del mar. Era una ocupación dura y pesada, sobre todo para una muchacha aún no formada del todo físicamente y poco alimentada, pero en todo caso era una forma de romper con su anterior rutina de acompañar a los animales al monte, mojándose las más de las veces y pasando calor en verano, amén de todo lo que comportaba llevar una casa por pobre que esta fuese. En la villa pasó como inadvertida, la gente de allí no consideraba muy digna de trato a los que eran del extrarradio, por eso su soledad montuna la acompañó también ahora en su vida al borde del mar. Algo de positivo tenía su nueva situación, pues podía caminar por las interminables playas cercanas y acercarse al faro desde donde contemplar el mar, disfrutando tanto de las calmas del mismo como de las furiosas tempestades cuando este se embravecía. Le fascinaba como ninguna otra cosa aquella luz que guiaba a los navíos desde la última porción de tierra sobre el abismo espumoso y rugiente. Cuando por la noche, caminaba hacía casa, aquella oscilante luminaria le producía un sentimiento que la reconfortaba y la empujaba a seguir luchando por algo mejor en su vida. Decidió seguir estudiando y lo hizo tal y como pudo al tener que compaginarlo con el trabajo, pero en su interior sabía que era necesario el esfuerzo ya que nadie le iba a regalar nada y su porvenir tendría que labrárselo ella sola.

Echaba de menos a aquel padre que poco había conocido, con el tiempo sus escasos recuerdos de él se iban desdibujando y cada vez más a menudo tenía que recurrir a mirar aquella foto que se había hecho de joven en la mili cuando después de la guerra tuvo que servir tres años en un pequeño buque militar de la armada. Era un joven muy apuesto con el traje de paseo de marinero.

Con la llegada de los primeros turistas a la villa, un armador local tuvo la idea de ofrecer paseos en barco por la ría, donde hoy se encuentran instaladas un gran número de bateas para el cultivo del mejillón, pero que en aquellos momentos solo contaba con su imponente belleza natural. Como se hacía necesario que hubiese una persona encargada de la taquilla que fuese de confianza, y por decirlo todo que cobrara poco, el susodicho empresario pidió a la señora Delfina si podría prescindir en algunos momentos del día de su ayudante para realizar esta labor. Ella, sabedora de que este nuevo empleo ayudaría a la chica y a su maltrecha economía familiar procedió a trasladarle la oferta. El caso fue que aceptó, y así paso a vivir más tiempo fuera de O Picouto a donde casi solo acudía a dormir y a veces ni siquiera todos los días, aunque siempre tenía presente a su madre y en lo que sus tareas se lo permitían la visitaba. El poco tiempo libre con el que contaba lo dedicaba a recorrer a pie diversas playas cercanas, acompañada las más de las veces de algún libro de su interés que pedía en la biblioteca municipal, tratando de evadirse cuando menos momentáneamente de esta forma de su dura realidad a través de las vidas de los protagonistas de relatos de distinto tipo y novelas de mayor o menor porte, con el sonido de las olas de fondo.  A última hora del día cuando el astro rey dibujaba como despedida tonalidades naranja en el horizonte, sus pasos siempre se encaminaban hacia el faro, y, si el viejo farero no estaba muy ocupado charlaba un rato con él. No tenía más amistades que el o la señora Delfina, el resto de la gente ni reparaba en ella y por lo tanto decidió, como ya había hecho con anterioridad, que esto no le iba a afectar. No quiere decir que no lo sintiese, que no echase de menos una amiga de su edad para charlar de sus cosas o conocer a algún chico con quien salir a pasear por la carretera los domingos por la tarde, pero ya que nadie parecía estar interesado en ella y que esto no tenía pinta de cambiar algún día, decidió encerrar esa pequeña frustración muy en su interior y tirar la llave.

Por aquella época la salud tampoco la acompañó demasiado. Desde que siendo adolescente se había convertido en mujer, tenía abundantes pérdidas de sangre durante la menstruación y eso le ocasionaba en algunos momentos tener anemia. En una ocasión fue lo bastante grave como para tener que pasar unos cuantos días internada y recibir una transfusión, para la que en ese momento ya no era necesario ir a donar familiares como se hacía antiguamente, pues la sangre provenía de bancos a nivel estatal proveídos por donantes a los que en algunos casos se les pagaba por su colaboración. Recuperadas las fuerzas continuó adelante con sus quehaceres diarios.
Un verano, tiempo más tarde, conoció a una persona muy singular. Se llamaba Pim. Era un niño de unos cuatro años que llegó al puerto en un velero blanco acompañado de sus abuelos desde Holanda. En realidad su nombre era René Jordaens y era un muchachito rubio,  de mirada alegre y traviesa que se intuían a través de unos ojos azules como el cielo. El abuelo, Manfred, era un hombre corpulento y de aspecto marcial, siempre serio y sobrio en sus maneras, por su parte la abuela Anna, era una mujer menuda, agradable y dulce, siempre preocupada por aquel torbellino que tenía por nieto. No tenían mucho contacto con los lugareños y dado que nadie en la villa hablaba holandés se hacían entender con su más que aceptable inglés tanto para las compras como para algún trámite administrativo. Cuando acudían a la tienda de la señora Delfina, esta llamaba  a su ayudante para que les atendiera, pues algunas de las palabras del idioma de Shakespeare no le eran del todo desconocidas. En esos casos su miraba se cruzaba frecuentemente con la del pequeño Pim que la observaba divertido y le sonreía. Ella a su vez , justo antes de que partiera le obsequiaba con una barra de regaliz rojo y que ofrecía a su pequeño visitante.

Anna por su parte decía al pequeño:

Say thank you, Pim[1].

Y él, obediente y remarcando divertido las palabras manifestaba:

 Thank you[2].

En otras ocasiones cuando salían a navegar y pasaban cerca de la taquilla, el niño subía raudo a cubierta y una vez allí agitaba fervientemente el brazo para hacerse ver hasta que lograba su objetivo de producir un gesto similar a modo de saludo.
En uno de los paseos solitarios observo que en la inmensa playa, por lo demás desierta, Anna y Pim se encontraban también allí, ella tomando el sol en la toalla en tanto él se esforzaba sin éxito por erigir una construcción de arena muy cerca del agua contando con la ayuda de un cubo y una pala, ambos de plástico verde.
Ella se sentó junto a el y, tras no pocos y a veces infructuosos esfuerzos, consiguieron modelar una figura troncocónica de cierta envergadura y esbeltez. El niño fascinado observando aquello que acababan de construir preguntó:

What is this?[3]

Ella le contestó señalando hacia la Punta de Carreiro donde se vía una forma semejante a aquella aunque por supuesto considerablemente más alta y robusta:

It´s a lighthouse.[4]

Él con gesto divertido aseveró:

Yes, It is.[5]

Al final de cada verano, todos los visitantes incluido Pim abandonaban la villa para volver a sus hogares, poco a poco la población que en los meses de verano casi duplicaba el número de habitantes, se quedaba prácticamente solo con aquellos que habían vivido allí desde siempre.

Fue quizá hacia el mes de octubre cuando la señora Delfina comenzó a preocuparse. Observó que su empleada se encontraba a menudo mal, tenía claros síntomas de cansancio y falta de fuerzas lo que además se evidenciaba en lo mucho que le costaba hacer cosas que antes no le suponían apenas esfuerzo. Un domingo después de comer subió a O Picouto a hablar con Candela. Insistió ante la madre que era necesario que fuese al médico y que si era preciso ella costearía la consulta. Candela amablemente rehusó, y dijo que los análisis se podrían hacer en la villa y que seguro no era más que otro episodio de aquellas periódicas anemias que le sobrevenían de tanto en tanto, pues por lo demás contaba con una salud de hierro, fruto sin duda, más que de una buena alimentación, del mucho tiempo que había pasado a la intemperie con el ganado en el monte.

La señora Delfina cedió a regañadientes pero en cambió insistió en que no se demorase la visita al médico, no fuese que por esperar más de lo debido, algo que no tuviese importancia deviniese en cosas más graves.
Poco tiempo después, madre e hija acudieron a la consulta de don Tomás, el médico  le realizó una serie de análisis citándolas para dos semanas más tarde, ya que para algunas de las pruebas la consulta no contaba con el material preciso y se enviaban a la capital para su realización, recibiéndose los resultados pues con una pequeña aunque razonable demora.

Pasó aquella acordada quincena y aún otra sin noticias y como se había producido una cierta mejoría no se preocuparon más del tema por el momento, en la creencia de que probablemente todo había salido bien y que por ello el doctor no consideraba urgente comunicarles las buenas nuevas, premura que si habría tenido caso de ser desfavorables.

Pasado algún tiempo, un día la asistente de don Tomás le dijo a la señora Delfina si podría darle el recado a su empleada de que esta se pasase por la consulta cuando tuviese a bien porque el médico quería hablar con ella. Aunque le pareció raro la forma de concertar la cita ella se limitó a transmitir el mensaje aquella misma noche después de cerrar.

Candela y su hija acudieron a la consulta un viernes por la tarde. El médico, que las conocía de toda la vida, las recibió con el semblante serio, ese que suelen guardar para aquellas noticias que te cambian la vida.

-          Antes que nada disculpen la tardanza- comenzó a decir- es que nunca me había ocurrido algo semejante- continuó a modo de justificación.

-          ¿Que ocurre?- preguntaron casi al unísono. ¿es algo grave?-Insistió la mayor.

-          Lo cierto es que una vez revisadas sus analíticas se observó algo raro en ellas por lo que se ha pedido que sean revisadas en al menos dos centros hospitalarios distintos para despejar cualquier duda. No se como decirlo, es algo por desgracia muy reciente y de lo que existe muy poca información.- continuó el médico que aunaba en su ánimo una mezcla de preocupación y profunda tristeza.

A continuación, sin más preámbulos, aunque poco a poco, procedió a informarles de que se trataba, empleando un lenguaje lo más común y poco técnico de que fue capaz para que comprendieran el alcance de la enfermedad. Se trataba por desgracia de algo tremendamente grave y lo peor es que no se podía ofrecer esperanza, no ya de curación que no había, sino siquiera de un tratamiento paliativo que tuviese alguna eficacia.

Terminadas las explicaciones, las dos mujeres salieron de la consulta como dos cuerpos a los que se ha vaciado de todo ánimo y voluntad, arrastrando los pies sin rumbo ni destino definido, la madre hundida por no tener nada a lo que aferrarse, la hija por el alcance de lo que aquello que acababa de oír suponía, algo que al menos agradeció que su madre no comprendiese de momento, o que cuando menos no hubiese reparado en ello.

A veces esas cosas pasan, sobre todo en sitios pequeños donde a menudo no curre nada relevante y todo se magnifica en exceso. Alguna conversación indiscreta o palabras dichas de más, el caso es que comenzó a circular el rumor en la villa, primero de forma comedida, aunque poco a poco incrementándose como una bola de nieve que rueda montaña abajo, de que la chica de O Picouto tenía “el mal”, ya que tan terrible y desconocida era la enfermedad, que nadie quería pronunciar aquellas cuatro letras no fuese que solo el hecho de mentarla supusiese el contagio de la misma.
En poco tiempo todo dio un vuelco, y se pasó de un general desinterés por la persona afectada a que esta se convirtiese en la comidilla en todas las conversaciones en las esquinas y lugares donde se reunieran más de una persona, suponiendo o directamente inventando cual podría ser la causa  de la llegada de aquella enfermedad a un lugar tan apartado, dejando que la ignorancia y como no decirlo, la falta de humanidad especulase sobre como podía haber contraído una persona de una aldea aquella enfermedad que solo parecía afectar a “viciosos” y “degenerados”.  Tal fue la presión social que casi de inmediato perdió su empleo como taquillera y aunque la señora Delfina insistió en que siguiese bajando a trabajar en la tienda, ella se negó, sabiendo que de hacerlo dañaría a una de las pocas personas que hasta entonces la habían ayudado.

Era todo tan injusto, si al menos hubiese podido presentarse a las pruebas de farera, todo aquello no habría tenido importancia, pero el no haber obtenido los certificados de estudios necesarios  le había cerrado esa puerta sin posibilidad de optar a conseguir aquello para lo que tenía una verdadera vocación. Había sido en su momento la señora Delfina quien recogió la carta del ministerio donde aunque agradeciéndole amablemente su interés por servir en los puestos de señales marítimas, le indicaban que no era posible la admisión de su solicitud para la realización de los exámenes pues su expediente académico no era el adecuado. En aquel momento lloró amargas lágrimas por esto. Ahora solo sentía rabia e impotencia porque sabía que no podría intentarlo de nuevo.

Se recluyo en su casa con la única compañía de su madre y la exclusiva visita de la señora Delfina, a la que en determinado momento también pidió que no volviese más, ya que sabía que la gente había comenzado a dejar de comprar en la tienda por miedo a contraer la enfermedad. Todo su mundo se redujo a cuatro frías paredes azotadas por los fuertes vendavales del invierno. De esta forma pasó tiempo, días en blanco y noches en vela, siempre con el cariño y la constancia de su progenitora que le insistía en que tenía que comer y tomar las escasas medicinas que con mayor o menor acierto le habían recomendado. Todo parecía no tener ya sentido, la soledad llegó a O Picouto para quedarse, en la villa se hablaba de aquel lugar como un sitio poco menos que maldito y la gente simplemente trató de olvidarse de el.

Llegó el verano, la situación aunque poco a poco tendía a peor y así, aquella ahora mujer, se descubrió una mañana mirándose al espejo con un aspecto en el que reflejaba el cansancio y el deterioro, casi sin reconocer los rasgos de la que debería ser una joven de apenas treinta años. Aún así la vista del sol en el exterior le dio ánimo y ganas de salir, y tras asearse y vestirse decidió que volvería a recorrer la playa y de nuevo contemplar la puesta del sol desde las rocas donde se levantaba el faro. Estos pensamientos le confirieron ciertas energías para romper su enclaustramiento y aunque con menguadas fuerzas se puso en camino.

Tanto tiempo sola le había inducido a olvidar muchas cosas, en especial la crueldad de la gente, que tras divisarla y reconocerla de lejos procedía a refugiarse en sus casas, llegando en los casos más extremos hasta a cerrar las ventanas. De esta forma tuvo las calles casi a su entera disposición y así procedió a recorrerlas con toda la dignidad que sentía y con mucho más aplomo que fuerzas. Al anochecer, en el viaje de regreso, la oscuridad ofreció su manto protector para regresar a casa, lejos de miradas inquisitoriales y aterrorizadas. En las siguientes ocasiones decidió bajar a la hora de  misa para de esta forma no tener que soportar la violencia de una situación que no por habitual era agradable. En uno de estos días divisó en el puerto el pequeño velero blanco de Pim, mas no alcanzó a ver ni al niño ni a sus abuelos que parecían no encontrarse en el.

En sus recientes caminatas al faro había visto a un joven moreno y delgado, que realizaba tareas de mantenimiento en el edificio y la maquinaria. Era un joven gaditano que se llamaba Juan. Al principio solo se cruzaban un hola y adiós pero poco a poco las conversaciones fueron ganando en extensión y contenido. Una vez automatizadas las instalaciones de señales marítimas no se hacía necesaria la presencia continuada de personal en ellas aunque si que periódicamente alguien se acercase para constatar que todo estaba a punto, por lo que tras jubilarse el anterior farero ya nadie más viviría allí. Ella le comentó que le hubiera gustado tener aquel empleo pero que no había sido posible, esto los unió e hizo que pasasen muchas horas conversando de diversos temas, tanto en las rocas como en el interior del faro donde el joven le explicaba profusa y detenidamente como funcionaba todo. El también era en cierta forma un extraño en la villa y solo bajaba allí cuando era estrictamente necesario.
Fue un verano distinto, ni bueno ni malo, pues había días para cada cosa, pero esa compañía la alegró y le infundió no ya esperanza pero si valor.

Desde el primer momento ella le dijo que le ocurría y que entendería que el no quisiese hablar ni estar cerca de ella. Por respuesta el gentilmente la tomó de la mano y le dijo:

-          No te preocupes. A mi lo que diga o deje de decir la gente no me importa, me caes bien y me alegra tu compañía y eso es lo único que cuenta.

Ella al oír esto sonrió, invadida por una alegría como quizá no había sentido nunca, y solo acertó a decir:

-          Gracias.

Un atardecer en que las inclemencias del tiempo les habían hecho refugiarse en la sala de la linterna, observaban como el mar parecía ganar fuerza por momentos y las olas cada vez mayores rompían estruendosamente bajo ellos, y divisaron una pequeña embarcación de vela a poca distancia que se debatía entre el oleaje mientras trataba de regresar a puerto. Angustiada ella se dio cuenta que era el velero de su amigo Pim. El viento era en aquellos momentos bastante fuerte para aquella época y las ondas zarandeaban al navío empujándolo irremediablemente hacia las rocas do Neixón, que eran unos afloramientos situados próximos a su posición , muy visibles con marea baja y de los que huían todos los navegantes de la zona por el peligro que suponían.
Juan trajo unos prismáticos y pudieron ver en la cubierta al señor Manfred cogido al timón y tratando de mantener sin éxito el rumbo de su embarcación, no había ni rastro de Anna ni de Pim que seguramente estarían guarecidos bajo cubierta. El señor Manfred tenía pinta de ser un buen marino, pero todos sus esfuerzos parecían infructuosos, ya que la mar aquel día había decidido cobrarse una presa y esta ignorante de su destino, se dirigía irremediable y rauda hacia  el. El choque fue brutal, llegándoles el ruido de la colisión amplificado por efecto del agua, pudiéndose no solo apreciar sino también escuchar la fractura del casco que quedó varado entre las rocas a merced de un oleaje que no tardaría en llevarse aquella pieza al fondo.
En ese momento ella miró a Juan y le dijo:

-          Tenemos que ayudarles.

-          Pero no se nadar- dijo él.

-          Yo si, tu entre tanto vete a pedir auxilio a la villa.

El asintió y cogiendo su destartalada moto  se apresuró a realizar esta urgente tarea.
Ella descendió hasta una pequeña cala algo resguardada de los envites más fuertes del mar. El velero no estaba a mucha distancia y sobre la cubierta se veía tendido el cuerpo del señor Manfred y a su lado, tratando desesperadamente de reanimarle, Anna y Pim. Esto fue lo que terminó de decidirla a actuar. Despojándose de la mayoría de la ropa se metió en el agua, estaba fría, y de repente las fuerzas le fallaron, no conseguía avanzar, lo que la hizo sentirse consciente de lo débil que estaba, aún así insistió mientras sobre su cabeza pasaban trombas de agua que parecían querer arrastrarla a los abismos. Nadó sin descanso, como si cada brazada fuese a ser la ultima, comprendió que probablemente toda su vida había transcurrido para llegar a este momento y se concentro en tratar de no fallar, teniendo cuidado en su aproximación a las rocas donde un golpe sería fatal y todo aquel esfuerzo habría sido en vano. Consiguió subir no sin un notable esfuerzo a los restos del velero donde Anna trataba de que el señor Manfred despertara, lo cual no parecía demasiado probable a tenor de la brecha que tenía en la cabeza y por la que sangraba copiosamente, a su lado Pim lloraba. A los dos les sobresaltó ver surgir a una persona del mar en esos momentos, era tan desesperada la situación que no se hubiesen sorprendido más de ver a una sirena o al propio Neptuno con su tridente. Pero aún con los cabellos mojados, completamente empapada y muy desmejorada Pim la reconoció y Anna tras unos momentos de incredulidad también.

Luego de evaluar rápidamente la situación buscaron el bote salvavidas, sabían que era necesario botarlo por la zona donde rompía menos el mar, pero que aún así podrían perderlo irremediablemente en cualquier momento. Con bastante trabajo consiguieron desabrochas las bridas que sujetaban el contenedor y lanzarlo al mar, donde una pequeña embarcación hinchable fue tomando forma. Ahora vendría lo realmente complicado, bajar al señor Manfred y el resto de la comitiva sin perder a nadie. Las dos adultas arrastraron mal como pudieron el cuerpo inconsciente hacia el agua, donde ante la falta de ayuda tuvieron que tomar una determinación, ya que el tiempo empeoraba, el señor Manfred suponía una pesada carga en un mar como aquel y el bote que hasta ese momento parecía haberse mantenido  bien cerca de las rocas tendía ahora a alejarse, por lo que decidieron que entre las dos llevarían al señor Manfred al bote y en tanto Anna se ocupaba de él ella volvería a por Pim. En ese momento se volvió hacia el pequeño y le dijo:

-          Pim don´t worry, I will be back for you ok?[6]

-          Ok[7] -contestó él , aunque muerto de miedo.

Las dos mujeres comenzaron a continuación el arrastre del cuerpo en el agua tratando de llegar lo más pronto posible al bote. Los minutos se volvían eternos y parecía en realidad que no se avanzaba nada. Tras un tiempo que pareció interminable llegaron a junto la embarcación salvavidas y con mucha dificultad llegaron a meter al señor Manfred a su interior, mientras no muy lejos aún se divisaba el haz de luz de la linterna a la que se aferraba Pim bajo la lluvia para indicar su situación.

Anna lloraba desconsolada y se aferraba al brazo de su acompañante implorando:

-          Please, save Pim, save my baby.[8]

Por respuesta ella se metió de nuevo en las frías y revueltas aguas que les rodeaban y comenzó a nadar hacia aquella luz que se le antojaba a cada momento más distante por efecto de los elementos y de su propio cansancio, que a través de calambres en las extremidades le hacía notar que las fuerzas prácticamente estaban a punto de agotarse después del titánico esfuerzo que se le estaba a exigir al cuerpo, luego de tanta inactividad. Sabía que aunque paradójico, lo cierto es que ella era la única esperanza para aquella valiente criatura, que había obedecido sus indicaciones permaneciendo solo entre las rocas en tanto se intentaba poner a salvo a sus abuelos, alguien así no merecía morir, o cuando menos hacerlo solo, y eso era el impulso que necesitaba para salvar los últimos metros que le separaban de él.

Solo acertó a decir vamos y tomándole a su lado le introdujo en el mar donde él se dejo arrastrar asustado aunque a la vez confiado en que su ángel de la guarda había por fin llegado. El viaje de regreso resultaba tremendamente difícil ya que el bote estaba cada vez más lejos, la oscuridad era casi total y las condiciones de la superficie sobre la que nadaban eran más comprometidas por momentos, en algún instante aunque cegados por las condiciones en las que se encontraban, parecían atisbar una luz oscilante como de alguna nave que se aproximaba, aunque de momento distante.

Nadó, exprimió todo lo que podía quedarle dentro y cuando ya prácticamente no podía más se dio cuenta de que habían llegado y que Anna tiraba de Pim hacia su precario refugio en la tormenta, ayudándola después a ella a subir. Mientras Anna abrazaba a su nieto, aquella mujer que había dado todo por salvarlos perdió el conocimiento. Media hora después un pequeño buque de salvamento marítimo les alcanzó y tras subirlos a bordo, no sin dificultades, retornó a puerto.

Al día siguiente la noticia del naufragio y posterior rescate no mereció más que unas cuantas líneas desapasionadas y sin muchos detalles en un periódico local. Los náufragos fueron trasladados esa misma noche por la gravedad de su situación a un hospital de la capital.

 Candela, la señora Delfina y Juan acudieron lo más pronto que les fue posible al centro hospitalario a conocer el estado de la joven que por desgracia era crítico, lo que supuso para todos ellos un fuerte mazazo.

El señor Manfred, recuperada momentáneamente la consciencia pidió hablar con el médico que la trataba y este, dado lo extraordinario del caso y tras consultar a la familia, accedió a describir su estado actual y circunstancias previas que jugaban en su contra. Luego de oír la explicación aquel holandés imperturbable rompió a llorar desconsoladamente como un niño y asiendo al médico por la bata y tratando a la vez de incorporarse imploró que se hiciese lo preciso por salvarla, que el dinero fuese el coste cual fuese no sería un problema. El facultativo no contestó pero mirando a Anna negó suavemente con la cabeza por toda respuesta, y ella al comprenderlo, ocultando el rostro bajo sus manos acompañó silenciosamente a su marido en el llanto. Esa misma noche la familia Jordaens partía en una ambulancia medicalizada para Holanda, ya que el estado del señor Manfred aunque precario lo permitía.

Ante la puerta de una anónima habitación de hospital, tres personas rotas aguardan el fin de un ser querido, que a escasos metros consume sus últimos momentos de vida. Las despedidas ya habían tenido lugar, primero la madre acarició la frente y el pelo de su niña, luego la señora Delfina que se arrodilló junto a la cama sujetando la mano de aquella a quien había llegado a querer como la hija que nunca tuvo y por último Juan a quien ella mirándole a los ojos y con una voz apenas audible pidió un último favor. Sobre una servilleta desechable de papel se plasmó aquella verdaderamente última voluntad. Él conteniendo como pudo las lágrimas la besó suavemente en los labios mientras guardaba con cuidado en el bolsillo el legado de su amiga.

Antes de la partida Anna y el pequeño Pim también estuvieron en la habitación, el se acercó despacio y tomando con su manita la de ella dijo simplemente:

-          Thank you.[9]

Anna desde los pies de la cama contempló la escena musitando también un sentido gracias. Al salir y sirviéndose de una enfermera que hablaba inglés se dirigió a Juan pidiéndole que les mantuviese informados de cualquier acontecimiento que tuviese lugar, para lo que le facilitó diversos números de teléfono, curiosamente uno de ellos de Madrid.

La espera por desgracia fue corta, tras unos días adormecida por la medicación y ya sin fuerzas su vida se apagó definitivamente, en sus últimos momentos de consciencia posiblemente divisó de nuevo el faro en la lejanía que ahora encendía su linterna, no para guiar navíos ,sino para que ella no tuviese nada que temer en ese momento, y de esta forma reconfortada por la guía y compañía de un amigo inició su camino hacia la eternidad.

Nadie intentó organizar un cortejo fúnebre ni homenajes en la villa, pues eso habría supuesto para mucha gente tener que admitir que habían sido crueles con una vecina y así con una última injusticia pretendían que se olvidaran todas las anteriores.

El velatorio se celebró en O Picouto, en el pequeño comedor de la casa una vez retirados apresuradamente los escasos muebles excepto las sillas, en la intimidad y discreción que siempre había presidido su existencia, y rodeada de las pocas personas que la habían querido en vida, a los que se unirían el sacerdote y los empleados de la funeraria por exigencias del acto. Nadie más, ni una flor, ni una palabra de aliento, nada. La noche fue triste, solemne, dentro el silencio interior de los que velan en tanto que fuera la niebla se hace dueña de todo, cubriendo la villa, el pueblo, los barcos, las gentes,... aunándolos en su pequeñez y falta de importancia..... por veces en la noche llueve con fuerza, como si todo el llanto que falta en los hombres quisiese ponerlo la tierra, el mar, el viento.....

Pasan las horas, llega el alba y una potente bocina resuena fuera del dique y en toda la costa. Varios vehículos se han detenido frente a la tienda de la señora Delfina. La comitiva aguarda. Algunos lugareños madrugadores observan extrañados a los forasteros mientras se dirigen a sus quehaceres preguntándose que harán allí tan temprano. De en medio de la bruma surgen casi imperceptiblemente cuatro lanchas balleneras movidas a remo que dejan a sus ocupantes en tierra en el lapso de unos pocos minutos.

Junto al ataúd Candela y la señora Delfina permanecen cogidas de la mano sin mediar palabra, con una mezcla de tristeza y resignación. El retrato de Antonio sobre la pared preside la escena. Temprano llega el sacerdote para celebrar el entierro, reza las oraciones de rigor y se sienta a esperar al personal de la funeraria, apesadumbrado por que con ese día y portando el cuerpo a hombros van a tardar mucho y terminar calados hasta los huesos.

Minutos antes de la hora establecida para la partida llaman a la puerta, Candela se acerca la abre y se encuentra con un militar de alta graduación, si se hace caso a todas las medallas que lleva prendidas en el pecho, este se descubre mientras dice:

-          Señora, venimos a presentarle nuestros respetos y a acompañar si nos lo permite a su hija hasta la villa- mientras con un gesto le ofrece una tarjeta en donde se puede leer la identidad de su interlocutor, vicealmirante de la armada española y grande de España.

-          Tengo entendido que su marido fue marino- dice a continuación- y creo que esto le gustaría.

Candela solo acierta a decir: si, está bien ...pase por favor.

El militar entra en la habitación y luego de rezar diversas oraciones por la difunta tomó asiento a escasa distancia del sacerdote que no sale de su asombro.

Casi a continuación del anterior, un hombre de unos 45 años y de aspecto nórdico se presenta ante Candela de la mano de un niño de ojos azules:

-          Mi nombre es Frank Jordaens, y este es mi hijo Pim al que su hija ha salvado al igual que a mis padres. Soy el embajador de Holanda en Madrid y tras consultarlo con mi gobierno y solicitar la colaboración del suyo hemos decidido rendir honores a la persona que con tanta valentía ha dado su vida por que otras tres la conserven. Como no nos ha sido posible hacer llegar un buque de nuestra armada a tiempo, su país ha ofrecido generosamente uno cercano para este cometido. Le doy las gracias en mi nombre,  en el de mi familia y en el de mi país y lamento profundamente su pérdida.

-          Pasen por favor- balbuceó Candela.

A la hora acordada, en vez de los operarios contratados para realizar aquella tarea, entraron en casa seis marineros con traje de gala, en tanto otros veinticuatro aguardaban en formación en el exterior para efectuar los oportunos relevos.

El cortejo fúnebre partió hacia la villa lentamente. En su destino había un gran revuelo entre los ciudadanos y las fuerzas vivas ante la falta de información de lo que estaba sucediendo a tenor de los rumores de llegada de personas extrañas a horas tan intempestivas. La campana de la iglesia comenzó a tocar mientras por el camino del monte se vía descender aquella inusual comitiva que en principio pasó de largo el camposanto sin detenerse, y atravesando las calles  principales de la villa ante el asombro y perplejidad de la mayoría, se dirigió al faro, donde una vez llegados se posó el féretro y el señor Jordaens se dispuso a decir unas palabras. Muchas personas se fueron sumando al paso del cortejo fúnebre y pudieron observar como surgía de la niebla un hermoso bergantín-goleta blanco de cuatro mástiles, que algunos conocedores de este tipo de buques, no pudieron dejar de reconocer como el Juan Sebastián Elcano, fondeado fuera del puerto y con toda la tripulación formada y dispuesta en cubierta. Los marineros que acompañaban a la difunta portaban el mismisimo estandarte de Elcano donde se distinguía un globo terráqueo y el lema “Primus circumdedisti me[10]”.

Ante un variopinto y creciente auditorio el señor Jordaens dijo:

-          “A veces cuando todo está perdido, de aquellos de quien no esperamos nada, lo dan todo con generosidad por nosotros, este es el caso, y en reconocimiento a su extraordinario valor, Holanda le impone la condecoración de la Orden del León Neerlandés con el rango de “hermana”, destinada a aquellos que no pudieron recibirla en vida para acciones de auto sacrificio o heroísmo, ambos presentes en el proceder de esta persona que a partir de este día consideraremos como nuestra hermana.”

Dicho lo cual procedió a entregar a Candela la condecoración de su hija mientras le daba un cálido abrazo, momento en el cual el capitán del Juan Sebastian Elcano ordenó que se efectuaran con los cañones de a bordo las salvas de rigor como despedida y homenaje.

Antes de ponerse en marcha de nuevo, el pequeño Pim se adelantó y los que estaban en la primeras filas pudieron ver como tomando unas pocas piedras formó con ellas una rudimentaria construcción vertical. Su padre al verlo se acercó para tomarle de la mano y el mientras la cogía le dijo en holandés:

-          Este es su faro.

El padre sorprendido e impresionado por el gesto, se detuvo ,y agachándose  justo al lado del anterior apiló un segundo montón de piedras.

Seguidamente los marineros tomaron de nuevo el féretro a hombros dirigiéndose hacia la iglesia parroquial, que para cuando llegaron estaba llena a rebosar, pues ya se había corrido la noticia de los acontecimientos de aquella mañana. Aún así todo el mundo se apretó para permitir que varios de los bancos próximos al altar quedasen libres para los miembros de la comitiva.

Una sencilla misa fue el colofón a la ceremonia, tras la cual el cuerpo recibió sepultura en el cementerio viejo, bajo una lápida de granito gris.

Pasados los años, una hermosa tarde de verano en la que paseábamos por la villa nos acercamos a ver el cementerio y tras la herrumbrosa cancilla descubrimos la última morada de la protagonista de este relato, sobre su tumba reza aún el epitafio redactado en una servilleta de papel.

MANOLI.

MURIÓ DE SIDA A LOS 32 AÑOS.

“YA NO TENGO MIEDO A LA TORMENTA

Esta es su historia o podría haberlo sido.

P.S.: Si vas por la costa y ves que junto al mar se levantan cientos de figuras hechas con piedras apiladas, no lo dudes, participa erigiendo la tuya como homenaje al valor desinteresado y anónimo que surge en nuestros semejantes cuando les necesitamos.




[1] Di gracias Pim.
[2] Gracias.
[3] ¿Que es esto?.
[4] Es un faro.
[5] Si, lo es.
[6] Pim no te reocupes, volveré por ti ¿de acuerdo?.
[7] De acuerdo.
[8] Por favor salva a Pim salva a mi bebe.
[9] Gracias.
[10] Fuiste el primero en circunnavegarme.

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