Nacer
durante los años de la posguerra española, marca mucho, y más si esto
sucede en una pequeña y remota aldea del noroeste de España, aventurando una
vida no exenta de dificultades, como fue el caso. En aquella época O Picouto
era ya, como lo es hoy, tan solo un reducido grupo de construcciones de piedra
muy antiguas y bastante destartaladas, situadas sobre un alto promontorio muy
próximo al mar. Al este del anterior, a menor altura y bastante más resguardada
estaba la villa, marinera de vocación y celosa de todo aquello que no fuese lo
encerrado entre sus muros.
Ella vino al mundo, tal como se
comentó, en un pequeño asentamiento de los muchos que había en el contorno,
cuyos moradores vivían de arañar el sustento a una tierra, en zonas que de tan
batidas por los elementos, que apenas producía nada. Sus padres eran los
caseros de una familia de abogados de la
zona que ahora residían en Madrid, y que gentilmente cedían, previo pago anual,
las peores parcelas a gente que no
contaba con ellas en propiedad para que las trabajaran. Así, Antonio y Candela
comenzaron una vida juntos, sin nada, y todo se volvía esfuerzo en tratar de
mantener en marcha una precaria economía en el hogar, que unía a la labor de
los terrenos lo que se pudiese obtener de una vaca, unas cuantas ovejas y no
más de media docena de gallinas. La niña pues, a falta de pan bajo el brazo, si
supuso felicidad e ilusión para sus progenitores. Unos pocos años después,
cuando contaba con cuatro de edad, tuvo que ver partir a su padre a la mar,
obligado por las muchas deudas que comenzaban a convertirse en crónicas, pues
el año era muy largo para afrontarlo con tan escasos medios. Quiso la
fatalidad, y también un cruel e inoportuno temporal, que tanto el abnegado
padre como sus compañeros jamás retornasen a puerto. Poco más se encontró de
ellos que algunos maderos y pertrechos de su buque. A partir de ese momento
todo rastro de alegría desapareció de la vieja casa de O Picouto, y Candela se
convirtió en una sombra vestida de luto eterno que vagaba por la casa llorando
por la aciaga suerte que había hecho que perdiese para siempre a su compañero.
Fueron tiempos duros, ahora como única cabeza de familia tuvo que ponerse a
servir en casas de la villa, haciendo los trabajos domésticos más duros y
penosos que nadie quería, como lavar la ropa o transportar leña y carbón, en
tanto la niña atendía como podía la casa y los animales, con lo cual, no pudo
acudir demasiado tiempo a la escuela, a donde además tenía que ir caminando
cuesta abajo varios quilómetros por empinados caminos, normalmente anegados y
embarrados por las frecuentes lluvias. Con todo, en vez de abrumarse por todo
aquello que le sucedía, la pequeña, poco a poco fue desarrollando una
personalidad independiente e inconformista, y, que aún siendo consciente de las
grandes limitaciones de su vida diaria, le permitía soñar con poder salir de
allí y llevar una vida mejor, sin asumir como inevitable y definitivo aquello
que el destino parecía haberle deparado. Cuando tuvo más edad, y su madre,
rendida ya por años de duros trabajos mal remunerados y peor agradecidos, tuvo
que dejar de trabajar en la villa, decidió buscar ella un empleo allí, aunque
no era fácil que nadie quisiera o necesitase para nada a una adolescente aún.
Una de las pocas conocidas de su madre, la señora Delfina, que regentaba una
tienda de comestibles en el puerto, la tomo bajo su protección para que le
ayudase a hacer recados y descargar y colocar las mercancías y productos que
llegaban de la ciudad y del mar. Era una ocupación dura y pesada, sobre todo
para una muchacha aún no formada del todo físicamente y poco alimentada, pero
en todo caso era una forma de romper con su anterior rutina de acompañar a los
animales al monte, mojándose las más de las veces y pasando calor en verano,
amén de todo lo que comportaba llevar una casa por pobre que esta fuese. En la
villa pasó como inadvertida, la gente de allí no consideraba muy digna de trato
a los que eran del extrarradio, por eso su soledad montuna la acompañó también
ahora en su vida al borde del mar. Algo de positivo tenía su nueva situación,
pues podía caminar por las interminables playas cercanas y acercarse al faro
desde donde contemplar el mar, disfrutando tanto de las calmas del mismo como
de las furiosas tempestades cuando este se embravecía. Le fascinaba como
ninguna otra cosa aquella luz que guiaba a los navíos desde la última porción
de tierra sobre el abismo espumoso y rugiente. Cuando por la noche, caminaba
hacía casa, aquella oscilante luminaria le producía un sentimiento que la
reconfortaba y la empujaba a seguir luchando por algo mejor en su vida. Decidió
seguir estudiando y lo hizo tal y como pudo al tener que compaginarlo con el
trabajo, pero en su interior sabía que era necesario el esfuerzo ya que nadie
le iba a regalar nada y su porvenir tendría que labrárselo ella sola.
Echaba de menos a aquel padre que poco
había conocido, con el tiempo sus escasos recuerdos de él se iban desdibujando
y cada vez más a menudo tenía que recurrir a mirar aquella foto que se había
hecho de joven en la mili cuando después de la guerra tuvo que servir tres años
en un pequeño buque militar de la armada. Era un joven muy apuesto con el traje
de paseo de marinero.
Con la llegada de los primeros turistas
a la villa, un armador local tuvo la idea de ofrecer paseos en barco por la
ría, donde hoy se encuentran instaladas un gran número de bateas para el
cultivo del mejillón, pero que en aquellos momentos solo contaba con su
imponente belleza natural. Como se hacía necesario que hubiese una persona
encargada de la taquilla que fuese de confianza, y por decirlo todo que cobrara
poco, el susodicho empresario pidió a la señora Delfina si podría prescindir en
algunos momentos del día de su ayudante para realizar esta labor. Ella,
sabedora de que este nuevo empleo ayudaría a la chica y a su maltrecha economía
familiar procedió a trasladarle la oferta. El caso fue que aceptó, y así paso a
vivir más tiempo fuera de O Picouto a donde casi solo acudía a dormir y a veces
ni siquiera todos los días, aunque siempre tenía presente a su madre y en lo
que sus tareas se lo permitían la visitaba. El poco tiempo libre con el que
contaba lo dedicaba a recorrer a pie diversas playas cercanas, acompañada las
más de las veces de algún libro de su interés que pedía en la biblioteca
municipal, tratando de evadirse cuando menos momentáneamente de esta forma de
su dura realidad a través de las vidas de los protagonistas de relatos de
distinto tipo y novelas de mayor o menor porte, con el sonido de las olas de
fondo. A última hora del día cuando el
astro rey dibujaba como despedida tonalidades naranja en el horizonte, sus
pasos siempre se encaminaban hacia el faro, y, si el viejo farero no estaba muy
ocupado charlaba un rato con él. No tenía más amistades que el o la señora
Delfina, el resto de la gente ni reparaba en ella y por lo tanto decidió, como
ya había hecho con anterioridad, que esto no le iba a afectar. No quiere decir
que no lo sintiese, que no echase de menos una amiga de su edad para charlar de
sus cosas o conocer a algún chico con quien salir a pasear por la carretera los
domingos por la tarde, pero ya que nadie parecía estar interesado en ella y que
esto no tenía pinta de cambiar algún día, decidió encerrar esa pequeña frustración
muy en su interior y tirar la llave.
Por aquella época la salud tampoco la
acompañó demasiado. Desde que siendo adolescente se había convertido en mujer,
tenía abundantes pérdidas de sangre durante la menstruación y eso le ocasionaba
en algunos momentos tener anemia. En una ocasión fue lo bastante grave como
para tener que pasar unos cuantos días internada y recibir una transfusión,
para la que en ese momento ya no era necesario ir a donar familiares como se
hacía antiguamente, pues la sangre provenía de bancos a nivel estatal proveídos
por donantes a los que en algunos casos se les pagaba por su colaboración.
Recuperadas las fuerzas continuó adelante con sus quehaceres diarios.
Un verano, tiempo más tarde, conoció a
una persona muy singular. Se llamaba Pim. Era un niño de unos cuatro años que
llegó al puerto en un velero blanco acompañado de sus abuelos desde Holanda. En
realidad su nombre era René Jordaens y era un muchachito rubio, de mirada alegre y traviesa que se intuían a
través de unos ojos azules como el cielo. El abuelo, Manfred, era un hombre
corpulento y de aspecto marcial, siempre serio y sobrio en sus maneras, por su
parte la abuela Anna, era una mujer menuda, agradable y dulce, siempre
preocupada por aquel torbellino que tenía por nieto. No tenían mucho contacto
con los lugareños y dado que nadie en la villa hablaba holandés se hacían
entender con su más que aceptable inglés tanto para las compras como para algún
trámite administrativo. Cuando acudían a la tienda de la señora Delfina, esta
llamaba a su ayudante para que les
atendiera, pues algunas de las palabras del idioma de Shakespeare no le eran
del todo desconocidas. En esos casos su miraba se cruzaba frecuentemente con la
del pequeño Pim que la observaba divertido y le sonreía. Ella a su vez , justo
antes de que partiera le obsequiaba con una barra de regaliz rojo y que ofrecía
a su pequeño visitante.
Anna por su parte decía al pequeño:
Y él, obediente y remarcando divertido
las palabras manifestaba:
En otras ocasiones cuando salían a
navegar y pasaban cerca de la taquilla, el niño subía raudo a cubierta y una
vez allí agitaba fervientemente el brazo para hacerse ver hasta que lograba su
objetivo de producir un gesto similar a modo de saludo.
En uno de los paseos solitarios observo
que en la inmensa playa, por lo demás desierta, Anna y Pim se encontraban
también allí, ella tomando el sol en la toalla en tanto él se esforzaba sin
éxito por erigir una construcción de arena muy cerca del agua contando con la
ayuda de un cubo y una pala, ambos de plástico verde.
Ella se sentó junto a el y, tras no
pocos y a veces infructuosos esfuerzos, consiguieron modelar una figura
troncocónica de cierta envergadura y esbeltez. El niño fascinado observando
aquello que acababan de construir preguntó:
What
is this?
Ella le contestó señalando hacia la Punta de Carreiro donde se
vía una forma semejante a aquella aunque por supuesto considerablemente más
alta y robusta:
It´s
a lighthouse.
Él con gesto divertido aseveró:
Yes,
It is.
Al final de cada verano, todos los
visitantes incluido Pim abandonaban la villa para volver a sus hogares, poco a
poco la población que en los meses de verano casi duplicaba el número de
habitantes, se quedaba prácticamente solo con aquellos que habían vivido allí
desde siempre.
Fue quizá hacia el mes de octubre
cuando la señora Delfina comenzó a preocuparse. Observó que su empleada se
encontraba a menudo mal, tenía claros síntomas de cansancio y falta de fuerzas
lo que además se evidenciaba en lo mucho que le costaba hacer cosas que antes
no le suponían apenas esfuerzo. Un domingo después de comer subió a O Picouto a
hablar con Candela. Insistió ante la madre que era necesario que fuese al
médico y que si era preciso ella costearía la consulta. Candela amablemente
rehusó, y dijo que los análisis se podrían hacer en la villa y que seguro no
era más que otro episodio de aquellas periódicas anemias que le sobrevenían de
tanto en tanto, pues por lo demás contaba con una salud de hierro, fruto sin
duda, más que de una buena alimentación, del mucho tiempo que había pasado a la
intemperie con el ganado en el monte.
La señora Delfina cedió a regañadientes
pero en cambió insistió en que no se demorase la visita al médico, no fuese que
por esperar más de lo debido, algo que no tuviese importancia deviniese en
cosas más graves.
Poco tiempo después, madre e hija
acudieron a la consulta de don Tomás, el médico
le realizó una serie de análisis citándolas para dos semanas más tarde,
ya que para algunas de las pruebas la consulta no contaba con el material
preciso y se enviaban a la capital para su realización, recibiéndose los
resultados pues con una pequeña aunque razonable demora.
Pasó aquella acordada quincena y aún
otra sin noticias y como se había producido una cierta mejoría no se
preocuparon más del tema por el momento, en la creencia de que probablemente
todo había salido bien y que por ello el doctor no consideraba urgente
comunicarles las buenas nuevas, premura que si habría tenido caso de ser
desfavorables.
Pasado algún tiempo, un día la
asistente de don Tomás le dijo a la señora Delfina si podría darle el recado a
su empleada de que esta se pasase por la consulta cuando tuviese a bien porque
el médico quería hablar con ella. Aunque le pareció raro la forma de concertar
la cita ella se limitó a transmitir el mensaje aquella misma noche después de
cerrar.
Candela y su hija acudieron a la
consulta un viernes por la tarde. El médico, que las conocía de toda la vida,
las recibió con el semblante serio, ese que suelen guardar para aquellas
noticias que te cambian la vida.
-
Antes que nada disculpen la tardanza- comenzó a decir- es
que nunca me había ocurrido algo semejante- continuó a modo de justificación.
-
¿Que ocurre?- preguntaron casi al unísono. ¿es algo
grave?-Insistió la mayor.
-
Lo cierto es que una vez revisadas sus analíticas se
observó algo raro en ellas por lo que se ha pedido que sean revisadas en al
menos dos centros hospitalarios distintos para despejar cualquier duda. No se
como decirlo, es algo por desgracia muy reciente y de lo que existe muy poca
información.- continuó el médico que aunaba en su ánimo una mezcla de
preocupación y profunda tristeza.
A continuación, sin más preámbulos,
aunque poco a poco, procedió a informarles de que se trataba, empleando un
lenguaje lo más común y poco técnico de que fue capaz para que comprendieran el
alcance de la enfermedad. Se trataba por desgracia de algo tremendamente grave
y lo peor es que no se podía ofrecer esperanza, no ya de curación que no había,
sino siquiera de un tratamiento paliativo que tuviese alguna eficacia.
Terminadas las explicaciones, las dos
mujeres salieron de la consulta como dos cuerpos a los que se ha vaciado de
todo ánimo y voluntad, arrastrando los pies sin rumbo ni destino definido, la
madre hundida por no tener nada a lo que aferrarse, la hija por el alcance de
lo que aquello que acababa de oír suponía, algo que al menos agradeció que su
madre no comprendiese de momento, o que cuando menos no hubiese reparado en
ello.
A veces esas cosas pasan, sobre todo en
sitios pequeños donde a menudo no curre nada relevante y todo se magnifica en
exceso. Alguna conversación indiscreta o palabras dichas de más, el caso es que
comenzó a circular el rumor en la villa, primero de forma comedida, aunque poco
a poco incrementándose como una bola de nieve que rueda montaña abajo, de que
la chica de O Picouto tenía “el mal”, ya que tan terrible y desconocida era la
enfermedad, que nadie quería pronunciar aquellas cuatro letras no fuese que
solo el hecho de mentarla supusiese el contagio de la misma.
En poco tiempo todo dio un vuelco, y se
pasó de un general desinterés por la persona afectada a que esta se convirtiese
en la comidilla en todas las conversaciones en las esquinas y lugares donde se
reunieran más de una persona, suponiendo o directamente inventando cual podría
ser la causa de la llegada de aquella
enfermedad a un lugar tan apartado, dejando que la ignorancia y como no
decirlo, la falta de humanidad especulase sobre como podía haber contraído una
persona de una aldea aquella enfermedad que solo parecía afectar a “viciosos” y
“degenerados”. Tal fue la presión social
que casi de inmediato perdió su empleo como taquillera y aunque la señora
Delfina insistió en que siguiese bajando a trabajar en la tienda, ella se negó,
sabiendo que de hacerlo dañaría a una de las pocas personas que hasta entonces
la habían ayudado.
Era todo tan injusto, si al menos
hubiese podido presentarse a las pruebas de farera, todo aquello no habría
tenido importancia, pero el no haber obtenido los certificados de estudios
necesarios le había cerrado esa puerta
sin posibilidad de optar a conseguir aquello para lo que tenía una verdadera
vocación. Había sido en su momento la señora Delfina quien recogió la carta del
ministerio donde aunque agradeciéndole amablemente su interés por servir en los
puestos de señales marítimas, le indicaban que no era posible la admisión de su
solicitud para la realización de los exámenes pues su expediente académico no
era el adecuado. En aquel momento lloró amargas lágrimas por esto. Ahora solo
sentía rabia e impotencia porque sabía que no podría intentarlo de nuevo.
Se recluyo en su casa con la única
compañía de su madre y la exclusiva visita de la señora Delfina, a la que en
determinado momento también pidió que no volviese más, ya que sabía que la
gente había comenzado a dejar de comprar en la tienda por miedo a contraer la
enfermedad. Todo su mundo se redujo a cuatro frías paredes azotadas por los
fuertes vendavales del invierno. De esta forma pasó tiempo, días en blanco y
noches en vela, siempre con el cariño y la constancia de su progenitora que le
insistía en que tenía que comer y tomar las escasas medicinas que con mayor o
menor acierto le habían recomendado. Todo parecía no tener ya sentido, la soledad
llegó a O Picouto para quedarse, en la villa se hablaba de aquel lugar como un
sitio poco menos que maldito y la gente simplemente trató de olvidarse de el.
Llegó el verano, la situación aunque
poco a poco tendía a peor y así, aquella ahora mujer, se descubrió una mañana
mirándose al espejo con un aspecto en el que reflejaba el cansancio y el
deterioro, casi sin reconocer los rasgos de la que debería ser una joven de
apenas treinta años. Aún así la vista del sol en el exterior le dio ánimo y
ganas de salir, y tras asearse y vestirse decidió que volvería a recorrer la
playa y de nuevo contemplar la puesta del sol desde las rocas donde se
levantaba el faro. Estos pensamientos le confirieron ciertas energías para
romper su enclaustramiento y aunque con menguadas fuerzas se puso en camino.
Tanto tiempo sola le había inducido a
olvidar muchas cosas, en especial la crueldad de la gente, que tras divisarla y
reconocerla de lejos procedía a refugiarse en sus casas, llegando en los casos
más extremos hasta a cerrar las ventanas. De esta forma tuvo las calles casi a
su entera disposición y así procedió a recorrerlas con toda la dignidad que
sentía y con mucho más aplomo que fuerzas. Al anochecer, en el viaje de
regreso, la oscuridad ofreció su manto protector para regresar a casa, lejos de
miradas inquisitoriales y aterrorizadas. En las siguientes ocasiones decidió
bajar a la hora de misa para de esta
forma no tener que soportar la violencia de una situación que no por habitual
era agradable. En uno de estos días divisó en el puerto el pequeño velero
blanco de Pim, mas no alcanzó a ver ni al niño ni a sus abuelos que parecían no
encontrarse en el.
En sus recientes caminatas al faro
había visto a un joven moreno y delgado, que realizaba tareas de mantenimiento
en el edificio y la maquinaria. Era un joven gaditano que se llamaba Juan. Al
principio solo se cruzaban un hola y adiós pero poco a poco las conversaciones
fueron ganando en extensión y contenido. Una vez automatizadas las
instalaciones de señales marítimas no se hacía necesaria la presencia
continuada de personal en ellas aunque si que periódicamente alguien se
acercase para constatar que todo estaba a punto, por lo que tras jubilarse el
anterior farero ya nadie más viviría allí. Ella le comentó que le hubiera gustado
tener aquel empleo pero que no había sido posible, esto los unió e hizo que
pasasen muchas horas conversando de diversos temas, tanto en las rocas como en
el interior del faro donde el joven le explicaba profusa y detenidamente como
funcionaba todo. El también era en cierta forma un extraño en la villa y solo
bajaba allí cuando era estrictamente necesario.
Fue un verano distinto, ni bueno ni
malo, pues había días para cada cosa, pero esa compañía la alegró y le infundió
no ya esperanza pero si valor.
Desde el primer momento ella le dijo
que le ocurría y que entendería que el no quisiese hablar ni estar cerca de
ella. Por respuesta el gentilmente la tomó de la mano y le dijo:
-
No te preocupes. A mi lo que diga o deje de decir la
gente no me importa, me caes bien y me alegra tu compañía y eso es lo único que
cuenta.
Ella al oír esto sonrió, invadida por
una alegría como quizá no había sentido nunca, y solo acertó a decir:
-
Gracias.
Un atardecer en que las inclemencias
del tiempo les habían hecho refugiarse en la sala de la linterna, observaban
como el mar parecía ganar fuerza por momentos y las olas cada vez mayores
rompían estruendosamente bajo ellos, y divisaron una pequeña embarcación de
vela a poca distancia que se debatía entre el oleaje mientras trataba de
regresar a puerto. Angustiada ella se dio cuenta que era el velero de su amigo
Pim. El viento era en aquellos momentos bastante fuerte para aquella época y
las ondas zarandeaban al navío empujándolo irremediablemente hacia las rocas do
Neixón, que eran unos afloramientos situados próximos a su posición , muy
visibles con marea baja y de los que huían todos los navegantes de la zona por
el peligro que suponían.
Juan trajo unos prismáticos y pudieron
ver en la cubierta al señor Manfred cogido al timón y tratando de mantener sin
éxito el rumbo de su embarcación, no había ni rastro de Anna ni de Pim que
seguramente estarían guarecidos bajo cubierta. El señor Manfred tenía pinta de
ser un buen marino, pero todos sus esfuerzos parecían infructuosos, ya que la
mar aquel día había decidido cobrarse una presa y esta ignorante de su destino,
se dirigía irremediable y rauda hacia
el. El choque fue brutal, llegándoles el ruido de la colisión
amplificado por efecto del agua, pudiéndose no solo apreciar sino también
escuchar la fractura del casco que quedó varado entre las rocas a merced de un
oleaje que no tardaría en llevarse aquella pieza al fondo.
En ese momento ella miró a Juan y le
dijo:
-
Tenemos que ayudarles.
-
Pero no se nadar- dijo él.
-
Yo si, tu entre tanto vete a pedir auxilio a la villa.
El asintió y cogiendo su destartalada
moto se apresuró a realizar esta urgente
tarea.
Ella descendió hasta una pequeña cala
algo resguardada de los envites más fuertes del mar. El velero no estaba a
mucha distancia y sobre la cubierta se veía tendido el cuerpo del señor Manfred
y a su lado, tratando desesperadamente de reanimarle, Anna y Pim. Esto fue lo
que terminó de decidirla a actuar. Despojándose de la mayoría de la ropa se
metió en el agua, estaba fría, y de repente las fuerzas le fallaron, no
conseguía avanzar, lo que la hizo sentirse consciente de lo débil que estaba,
aún así insistió mientras sobre su cabeza pasaban trombas de agua que parecían
querer arrastrarla a los abismos. Nadó sin descanso, como si cada brazada fuese
a ser la ultima, comprendió que probablemente toda su vida había transcurrido
para llegar a este momento y se concentro en tratar de no fallar, teniendo
cuidado en su aproximación a las rocas donde un golpe sería fatal y todo aquel
esfuerzo habría sido en vano. Consiguió subir no sin un notable esfuerzo a los
restos del velero donde Anna trataba de que el señor Manfred despertara, lo
cual no parecía demasiado probable a tenor de la brecha que tenía en la cabeza
y por la que sangraba copiosamente, a su lado Pim lloraba. A los dos les sobresaltó
ver surgir a una persona del mar en esos momentos, era tan desesperada la
situación que no se hubiesen sorprendido más de ver a una sirena o al propio
Neptuno con su tridente. Pero aún con los cabellos mojados, completamente
empapada y muy desmejorada Pim la reconoció y Anna tras unos momentos de
incredulidad también.
Luego de evaluar rápidamente la
situación buscaron el bote salvavidas, sabían que era necesario botarlo por la
zona donde rompía menos el mar, pero que aún así podrían perderlo
irremediablemente en cualquier momento. Con bastante trabajo consiguieron
desabrochas las bridas que sujetaban el contenedor y lanzarlo al mar, donde una
pequeña embarcación hinchable fue tomando forma. Ahora vendría lo realmente
complicado, bajar al señor Manfred y el resto de la comitiva sin perder a
nadie. Las dos adultas arrastraron mal como pudieron el cuerpo inconsciente
hacia el agua, donde ante la falta de ayuda tuvieron que tomar una
determinación, ya que el tiempo empeoraba, el señor Manfred suponía una pesada
carga en un mar como aquel y el bote que hasta ese momento parecía haberse
mantenido bien cerca de las rocas tendía
ahora a alejarse, por lo que decidieron que entre las dos llevarían al señor
Manfred al bote y en tanto Anna se ocupaba de él ella volvería a por Pim. En
ese momento se volvió hacia el pequeño y le dijo:
-
Pim don´t
worry, I will be back for you ok?
-
Ok -contestó él ,
aunque muerto de miedo.
Las dos mujeres comenzaron a
continuación el arrastre del cuerpo en el agua tratando de llegar lo más pronto
posible al bote. Los minutos se volvían eternos y parecía en realidad que no se
avanzaba nada. Tras un tiempo que pareció interminable llegaron a junto la
embarcación salvavidas y con mucha dificultad llegaron a meter al señor Manfred
a su interior, mientras no muy lejos aún se divisaba el haz de luz de la
linterna a la que se aferraba Pim bajo la lluvia para indicar su situación.
Anna lloraba desconsolada y se aferraba
al brazo de su acompañante implorando:
-
Please, save Pim,
save my baby.
Por respuesta ella se metió de nuevo en
las frías y revueltas aguas que les rodeaban y comenzó a nadar hacia aquella
luz que se le antojaba a cada momento más distante por efecto de los elementos
y de su propio cansancio, que a través de calambres en las extremidades le
hacía notar que las fuerzas prácticamente estaban a punto de agotarse después
del titánico esfuerzo que se le estaba a exigir al cuerpo, luego de tanta
inactividad. Sabía que aunque paradójico, lo cierto es que ella era la única
esperanza para aquella valiente criatura, que había obedecido sus indicaciones
permaneciendo solo entre las rocas en tanto se intentaba poner a salvo a sus
abuelos, alguien así no merecía morir, o cuando menos hacerlo solo, y eso era
el impulso que necesitaba para salvar los últimos metros que le separaban de
él.
Solo acertó a decir vamos y tomándole a
su lado le introdujo en el mar donde él se dejo arrastrar asustado aunque a la
vez confiado en que su ángel de la guarda había por fin llegado. El viaje de
regreso resultaba tremendamente difícil ya que el bote estaba cada vez más
lejos, la oscuridad era casi total y las condiciones de la superficie sobre la
que nadaban eran más comprometidas por momentos, en algún instante aunque cegados
por las condiciones en las que se encontraban, parecían atisbar una luz
oscilante como de alguna nave que se aproximaba, aunque de momento distante.
Nadó, exprimió todo lo que podía
quedarle dentro y cuando ya prácticamente no podía más se dio cuenta de que
habían llegado y que Anna tiraba de Pim hacia su precario refugio en la
tormenta, ayudándola después a ella a subir. Mientras Anna abrazaba a su nieto,
aquella mujer que había dado todo por salvarlos perdió el conocimiento. Media
hora después un pequeño buque de salvamento marítimo les alcanzó y tras
subirlos a bordo, no sin dificultades, retornó a puerto.
Al día siguiente la noticia del
naufragio y posterior rescate no mereció más que unas cuantas líneas
desapasionadas y sin muchos detalles en un periódico local. Los náufragos
fueron trasladados esa misma noche por la gravedad de su situación a un
hospital de la capital.
Candela, la señora Delfina y Juan acudieron lo
más pronto que les fue posible al centro hospitalario a conocer el estado de la
joven que por desgracia era crítico, lo que supuso para todos ellos un fuerte
mazazo.
El señor Manfred, recuperada momentáneamente
la consciencia pidió hablar con el médico que la trataba y este, dado lo
extraordinario del caso y tras consultar a la familia, accedió a describir su
estado actual y circunstancias previas que jugaban en su contra. Luego de oír
la explicación aquel holandés imperturbable rompió a llorar desconsoladamente
como un niño y asiendo al médico por la bata y tratando a la vez de incorporarse
imploró que se hiciese lo preciso por salvarla, que el dinero fuese el coste
cual fuese no sería un problema. El facultativo no contestó pero mirando a Anna
negó suavemente con la cabeza por toda respuesta, y ella al comprenderlo,
ocultando el rostro bajo sus manos acompañó silenciosamente a su marido en el
llanto. Esa misma noche la familia Jordaens partía en una ambulancia
medicalizada para Holanda, ya que el estado del señor Manfred aunque precario
lo permitía.
Ante la puerta de una anónima
habitación de hospital, tres personas rotas aguardan el fin de un ser querido,
que a escasos metros consume sus últimos momentos de vida. Las despedidas ya
habían tenido lugar, primero la madre acarició la frente y el pelo de su niña,
luego la señora Delfina que se arrodilló junto a la cama sujetando la mano de
aquella a quien había llegado a querer como la hija que nunca tuvo y por último
Juan a quien ella mirándole a los ojos y con una voz apenas audible pidió un
último favor. Sobre una servilleta desechable de papel se plasmó aquella
verdaderamente última voluntad. Él conteniendo como pudo las lágrimas la besó
suavemente en los labios mientras guardaba con cuidado en el bolsillo el legado
de su amiga.
Antes de la partida Anna y el pequeño
Pim también estuvieron en la habitación, el se acercó despacio y tomando con su
manita la de ella dijo simplemente:
-
Thank you.
Anna desde los pies de la cama
contempló la escena musitando también un sentido gracias. Al salir y
sirviéndose de una enfermera que hablaba inglés se dirigió a Juan pidiéndole
que les mantuviese informados de cualquier acontecimiento que tuviese lugar,
para lo que le facilitó diversos números de teléfono, curiosamente uno de ellos
de Madrid.
La espera por desgracia fue corta, tras
unos días adormecida por la medicación y ya sin fuerzas su vida se apagó
definitivamente, en sus últimos momentos de consciencia posiblemente divisó de
nuevo el faro en la lejanía que ahora encendía su linterna, no para guiar navíos ,sino para que ella no tuviese nada que temer en ese momento, y de esta forma
reconfortada por la guía y compañía de un amigo inició su camino hacia la
eternidad.
Nadie intentó organizar un cortejo
fúnebre ni homenajes en la villa, pues eso habría supuesto para mucha gente
tener que admitir que habían sido crueles con una vecina y así con una última
injusticia pretendían que se olvidaran todas las anteriores.
El velatorio se celebró en O Picouto,
en el pequeño comedor de la casa una vez retirados apresuradamente los escasos
muebles excepto las sillas, en la intimidad y discreción que siempre había
presidido su existencia, y rodeada de las pocas personas que la habían querido
en vida, a los que se unirían el sacerdote y los empleados de la funeraria por
exigencias del acto. Nadie más, ni una flor, ni una palabra de aliento, nada.
La noche fue triste, solemne, dentro el silencio interior de los que velan en
tanto que fuera la niebla se hace dueña de todo, cubriendo la villa, el pueblo,
los barcos, las gentes,... aunándolos en su pequeñez y falta de importancia.....
por veces en la noche llueve con fuerza, como si todo el llanto que falta en
los hombres quisiese ponerlo la tierra, el mar, el viento.....
Pasan las horas, llega el alba y una
potente bocina resuena fuera del dique y en toda la costa. Varios vehículos se
han detenido frente a la tienda de la señora Delfina. La comitiva aguarda.
Algunos lugareños madrugadores observan extrañados a los forasteros mientras se
dirigen a sus quehaceres preguntándose que harán allí tan temprano. De en medio
de la bruma surgen casi imperceptiblemente cuatro lanchas balleneras movidas a
remo que dejan a sus ocupantes en tierra en el lapso de unos pocos minutos.
Junto al ataúd Candela y la señora
Delfina permanecen cogidas de la mano sin mediar palabra, con una mezcla de
tristeza y resignación. El retrato de Antonio sobre la pared preside la escena.
Temprano llega el sacerdote para celebrar el entierro, reza las oraciones de
rigor y se sienta a esperar al personal de la funeraria, apesadumbrado por que
con ese día y portando el cuerpo a hombros van a tardar mucho y terminar
calados hasta los huesos.
Minutos antes de la hora establecida
para la partida llaman a la puerta, Candela se acerca la abre y se encuentra
con un militar de alta graduación, si se hace caso a todas las medallas que
lleva prendidas en el pecho, este se descubre mientras dice:
-
Señora, venimos a presentarle nuestros respetos y a
acompañar si nos lo permite a su hija hasta la villa- mientras con un gesto le
ofrece una tarjeta en donde se puede leer la identidad de su interlocutor,
vicealmirante de la armada española y grande de España.
-
Tengo entendido que su marido fue marino- dice a
continuación- y creo que esto le gustaría.
Candela solo acierta a decir: si, está
bien ...pase por favor.
El militar entra en la habitación y
luego de rezar diversas oraciones por la difunta tomó asiento a escasa
distancia del sacerdote que no sale de su asombro.
Casi a continuación del anterior, un
hombre de unos 45 años y de aspecto nórdico se presenta ante Candela de la mano
de un niño de ojos azules:
-
Mi nombre es Frank Jordaens, y este es mi hijo Pim al que
su hija ha salvado al igual que a mis padres. Soy el embajador de Holanda en
Madrid y tras consultarlo con mi gobierno y solicitar la colaboración del suyo
hemos decidido rendir honores a la persona que con tanta valentía ha dado su
vida por que otras tres la conserven. Como no nos ha sido posible hacer llegar
un buque de nuestra armada a tiempo, su país ha ofrecido generosamente uno
cercano para este cometido. Le doy las gracias en mi nombre, en el de mi familia y en el de mi país y
lamento profundamente su pérdida.
-
Pasen por favor- balbuceó Candela.
A la hora acordada, en vez de los
operarios contratados para realizar aquella tarea, entraron en casa seis
marineros con traje de gala, en tanto otros veinticuatro aguardaban en
formación en el exterior para efectuar los oportunos relevos.
El cortejo fúnebre partió hacia la
villa lentamente. En su destino había un gran revuelo entre los ciudadanos y
las fuerzas vivas ante la falta de información de lo que estaba sucediendo a
tenor de los rumores de llegada de personas extrañas a horas tan intempestivas.
La campana de la iglesia comenzó a tocar mientras por el camino del monte se
vía descender aquella inusual comitiva que en principio pasó de largo el
camposanto sin detenerse, y atravesando las calles principales de la villa ante el asombro y
perplejidad de la mayoría, se dirigió al faro, donde una vez llegados se posó
el féretro y el señor Jordaens se dispuso a decir unas palabras. Muchas
personas se fueron sumando al paso del cortejo fúnebre y pudieron observar como
surgía de la niebla un hermoso bergantín-goleta blanco de cuatro mástiles, que
algunos conocedores de este tipo de buques, no pudieron dejar de reconocer como
el Juan Sebastián Elcano, fondeado fuera del puerto y con toda la tripulación
formada y dispuesta en cubierta. Los marineros que acompañaban a la difunta
portaban el mismisimo estandarte de Elcano donde se distinguía un globo
terráqueo y el lema “Primus circumdedisti
me”.
Ante un variopinto y creciente
auditorio el señor Jordaens dijo:
-
“A veces cuando
todo está perdido, de aquellos de quien no esperamos nada, lo dan todo con
generosidad por nosotros, este es el caso, y en reconocimiento a su
extraordinario valor, Holanda le impone la condecoración de la Orden del León Neerlandés
con el rango de “hermana”, destinada a aquellos que no pudieron recibirla en
vida para acciones de auto sacrificio o heroísmo, ambos presentes en el
proceder de esta persona que a partir de este día consideraremos como nuestra
hermana.”
Dicho lo cual procedió a entregar a
Candela la condecoración de su hija mientras le daba un cálido abrazo, momento
en el cual el capitán del Juan Sebastian Elcano ordenó que se efectuaran con
los cañones de a bordo las salvas de rigor como despedida y homenaje.
Antes de ponerse en marcha de nuevo, el
pequeño Pim se adelantó y los que estaban en la primeras filas pudieron ver
como tomando unas pocas piedras formó con ellas una rudimentaria construcción
vertical. Su padre al verlo se acercó para tomarle de la mano y el mientras la
cogía le dijo en holandés:
-
Este es su faro.
El padre sorprendido e impresionado por
el gesto, se detuvo ,y agachándose justo
al lado del anterior apiló un segundo montón de piedras.
Seguidamente los marineros tomaron de
nuevo el féretro a hombros dirigiéndose hacia la iglesia parroquial, que para
cuando llegaron estaba llena a rebosar, pues ya se había corrido la noticia de
los acontecimientos de aquella mañana. Aún así todo el mundo se apretó para
permitir que varios de los bancos próximos al altar quedasen libres para los
miembros de la comitiva.
Una sencilla misa fue el colofón a la
ceremonia, tras la cual el cuerpo recibió sepultura en el cementerio viejo,
bajo una lápida de granito gris.
Pasados los años, una hermosa tarde de
verano en la que paseábamos por la villa nos acercamos a ver el cementerio y
tras la herrumbrosa cancilla descubrimos la última morada de la protagonista de
este relato, sobre su tumba reza aún el epitafio redactado en una servilleta de
papel.
MANOLI.
MURIÓ DE SIDA A
LOS 32 AÑOS.
“YA NO TENGO
MIEDO A LA TORMENTA”
Esta es su historia o podría haberlo
sido.
P.S.: Si vas por la costa y ves que
junto al mar se levantan cientos de figuras hechas con piedras apiladas, no lo
dudes, participa erigiendo la tuya como homenaje al valor desinteresado y
anónimo que surge en nuestros semejantes cuando les necesitamos.
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