Desperté de repente, sumergido en el
frío sudor que mojaba mi cama, aterrado y no del todo convencido de que lo que
acababa de soñar era tan solo eso, un sueño.
El despertador anunciaba con su
monótona letanía que tendría que haberme levantado mucho antes.
Me vestí deprisa, y sin tan siquiera
desayunar, me lancé a la calle en aquella brumosa mañana en la que la niebla
devoraba la ciudad.
Todo el camino fui pensando como sería
aquel primer día de trabajo, si es que al final lo conseguía.
Llegué al edificio y le mostré el
anuncio del periódico al portero, que con un ademán me ordenó que entrara. Me
dirigí a la oficina que ofertaba aquel puesto. Al salir del ascensor pude oír
en monótono e incansable traqueteo de las máquinas de escribir, ansiosas por retener en papel los efímeros pensamientos
humanos.
Entré y casi al mismo tiempo el ruido fue
cesando, sintiendo sobre mí la interrogadora mirada de veinte pares de ojos,
recorriéndome de arriba abajo. Cuando por fin se dieron por satisfechos con su examen
continuaron a lo suyo sin prestarme más atención.
Pasada la entrevista, el jefe de
personal me indicó una mesa que sería la que yo debería ocupar a partir de
ahora. Estaba un poco vieja y desentonaba bastante con el resto del mobiliario,
a todas luces más nuevo.
Como en principio no se me encomendó
ninguna tarea, me puse a jugar con una llave que encontrara días atrás. Movido
por la curiosidad y el tedio de mi ausencia de obligaciones, comencé a abrir
los cajones. El último de la derecha se resistía, mientras que los otros
estaban completamente vacíos. Miré la llave que tenía en mi mano y probé a
introducirla en la cerradura, sin demasiado esfuerzo le di un par de vueltas y
el cajón por fin cedió hacia mí. Dentro solo encontré unas gafas y un papel de
eses antiguos enrollados, creo que los llaman pergaminos, según creo. Lo tomé
en mis manos y después de desenrollarlo descubrí un breve texto o eso me
parecía, escrito en una serie de caracteres extraños, nada parecidos a los que
por conocimiento o referencias estaba acostumbrado a ver. En su parte inferior,
como una mancha medio desdibujada rezaba escrito a mano lo siguiente:
Para poder leer el mensaje,
ponga las gafas.
Hice aquello que se me indicaba y las
puse, eran muy antiguas. De repente aquel galimatías de signos se convirtió en
un mensaje breve y conciso:
Hace tiempo que le
aguardábamos. Estas gafas que le fueron entregadas confieren el poder de leer
en las mentes de las personas. Úselas para evitar el terrible fin al que se
verá abocada la especie humana en poco tiempo.
¿Fin de la especie humana?, ¿poder para
leer las mentes?, era algo que me superaba pero con mucho. Creyendo que lógicamente
se trataría de una novatada me levanté y abordé al jefe de personal.
Le pregunté por el anterior ocupante de
la mesa.
El me respondió que desde que entrara
en la empresa (y ya hacía unos 30 años) nunca nadie ocupara aquel puesto. En
ese momento me abordó la certeza de que aquel hombre no mentía, me di cuenta de
que llevaba las gafas puestas, y no recordaba en que momento pasaran desde la
mesa donde los dejara después de leer la nota, a estar otra vez sobre mi nariz.
No lo podía creer, noté que algo en mí se estaba transformando, el mismo local
de la oficina parecía haber cambiado, el escritorio había desaparecido.....
Comencé como a oír voces, pero la gente
no hablaba, todos parecían ensimismados en sus labores.
¿Sería cierto que podía acceder a sus
mentes?.
Decidido a comprobarlo, me acerqué a un
hombre que se encontraba cerca y le pregunté si me podría decir que hora era.
Me miró, contestándome un tanto airado que si tenía interés por saberlo que
consultara el reloj de pulsera que asomaba bajo el puño de mi camisa. Me sentí
confundido y azorado, y tuve que reconocer que la pregunta no había sido
demasiado acertada, aunque en ese momento me había parecido de lo más oportuno
e inofensivo para romper el hielo.
Sentí como de nuevo me invadía una
extraña fuerza que me permitió entender lo que aquel hombre pensaba como si se
tratase de un libro abierto:
-
Mira que molestarme con esta tontería, como si yo no
tuviera más que hacer que soportar a graciosos como este.-
Asombrado y atemorizado me dejé caer en
una silla mientras dirigía una mirada escrutadora hacia los pensamientos de los
presentes. Pude ver en ellos el desprecio y la burla colectiva, inflingida de
la forma más degradante posible; su silencio.
Comprendí que aquellas estatuas sin
corazón, aquellas máquinas sin sentimientos eran otro fruto amargo e impersonal
de la sociedad industrial.
Huí de aquel lugar con la alegría de
abandonar su inhospitalidad y con la esperanza de que yo, un simple mortal,
podría salvar a la humanidad.
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